Llevaba siendo su médico de familia muchos años, pero había visto pocas veces a Encarna en consulta. Guapa, alta, delgada y tremendamente triste. Y en el último mes me di cuenta de que la había visto 5 veces. Un día me contó que le dolía la mejilla derecha, la exploré y no encontré nada; otro día me contó que le dolían las piernas, la exploré y no encontré nada; otro día le dolía el abdomen, la exploré y no encontré nada; otro día le dolía el costado, la exploré y no encontré nada. No había señales externas, pero el quinto día, después de contarme que le dolían los antebrazos, levanté los ojos y la miré fijamente. Miré esos ojos tristes, que nunca sonreían, aunque lo hicieran sus labios, y le pregunté: ¿tu marido te pega? Pegó un respingo y me dijo: yo no te he dicho nada. Y yo la contesté: es cierto, no me has dicho nada, pero me estás contando palizas y son palizas antiguas que ya no tienen rastro en tu piel, pero que han dejado rastro en tu memoria y en tu alma. Sigue viviendo con él y hace 10 años que, por la intervención de sus hijos mayores, no la pega, pero apenas la habla.
Cristina, un día me cuenta que su marido llega borracho a casa oliendo a perfume de mujer, entra en la habitación dónde ella duerme y de un fuerte empujón la tira de la cama, diciéndola: no te soporto, asquerosa, vete de la habitación.
Laura acude a consulta y al explorarla está llena de moratones en brazos y espalda y me dice que su novio, que la quiere mucho, la aprieta muy fuerte, y que además se cae mucho.
Felipa me cuenta que cuando va por el pasillo su marido le pone la zancadilla para que se caiga, y si no lo consigue, la empuja.
Carolina, después de una paliza, van ambos al hospital y él la denuncia a ella por erosiones en las manos, erosiones hechas por los puñetazos que le dio.
María me cuenta que está preocupada por su hijo preadolescente que ha sido detenido por romper mobiliario urbano y que tiene miedo a qué sea como su padre, del que está separada tras ser encañonada con una escopeta de caza.
Julia, estudiante de medicina, que, después de asistir al seminario sobre abordaje de la violencia en nuestra Facultad en la asignatura de Medicina Familiar y Comunitaria, me pide tener una tutoría conmigo. En esos seminarios, los profesores, con grupos de 7-10 alumnos, hacemos un simulacro de consulta en el que nosotros representamos el papel de una mujer que acude a consulta porque le duele todo y quiere la baja laboral, y tienen que aprender a detectar si existe una situación de maltrato y, si existe, qué deben hacer ante él. Julia me pide esta tutoría y ante mi sorpresa, después de algunas banalidades, me da las gracias. Me da las gracias porque en el papel que yo interpretaba de justificar a mi maltratador, porque “pobrecito, tiene muchas cosas, se pone muy nervioso, pero cuando se da cuenta que se ha pasado por darme una bofetada, me llena de flores”, me confiesa que es lo que a ella le estaba pasando y que lo acababa de denunciar. …
Y así muchas más.
Demasiadas para no pensar ¿qué estamos haciendo mal? Evidentemente, todos los nombres son falsos, pero por desgracia todas y cada una de estas historias son retazos de historias duras, terribles y muy graves.
Porque la violencia contra las mujeres es un problema social, legal, pero sobre todo es un problema de salud, y es un problema de salud de gran envergadura.
Es un problema grave, muy grave porque tiene una alta tasa de letalidad, mueren muchas mujeres por esta causa. Genera muchos años de vida perdidos y genera una muy mala calidad de vida, porque es una vida que están intentando romper.
Es un problema extenso, es una auténtica epidemia. Es extenso porque afecta a muchas mujeres, muchas más de las que a veces intuimos, y además no distingue de edad, raza, nivel social, cultural ni económico.
Es un problema que evoluciona en el tiempo y afecta a un amplio espectro de la población, y, aparentemente, no está yendo a mejor.
Tiene una alta repercusión familiar, social y sanitaria. No afecta solo a quien la padece directamente, afecta a toda la familia, hijos, abuelos y afecta a toda la sociedad.
Y lo peor de todo es que es transmisible. Estos patrones de conducta perversos son vistos y asimilados por niños, que cuando se lo ven hacer a sus padres pueden “normalizar” una conducta absolutamente anormal, porque necesitan hacerlo, porque el que comete estos abusos es un referente clave en su vida y entran en una disonancia cognitiva, justificando y asumiendo lo inasumible y lo que es peor, pueden llegar a repetir conducta.
Pero la noticia clave es que este problema es vulnerable. Tiene vulnerabilidad primaria: la podemos y debemos prevenir. Tiene vulnerabilidad secundaria: la podemos y debemos detectar, y cuanto antes lo hagamos mejor porque la podemos tratar. Y tiene vulnerabilidad terciaria, porque las mujeres maltratadas pueden rehabilitarse y reeducarse. Porque, tras años de escuchar “tú no vales nada”, necesitan un “reseteo”.
En cuanto a la vulnerabilidad primaria no tenemos vacuna contra la insolidaridad, la desigualdad ni la violencia, pero tenemos una medida de protección innegable que es la educación. Tenemos que educar en valores positivos, porque si no lo hacemos, los valores negativos se harán los dueños.
Como dice la filósofa Adela Cortina “a veces por miedo al adoctrinamiento, caemos en la indoctrinación”. En una sociedad que no educa en valores positivos, está permitiendo que se infiltren los valores negativos. Y estos valores negativos se hacen poderosos, ahondan en las diferencias, en las separaciones en vez de en las inclusiones, ahondan en las desigualdades, en la insolidaridad con el pobre, con el enfermo, con el extranjero, con el que piensa diferente, con el que es diferente y sobre todo con su otra mitad de población… la mujer. Una sociedad que adoctrina para valorar al que más tiene, y si es robando no pasa nada, al que se comporta como un tiburón hacia sus iguales… es una sociedad enferma. Y en una sociedad donde imperan los valores negativos, dónde no parece que el esfuerzo, la honestidad, el compromiso con los demás sean importantes, tenemos que explicitar cuáles son los valores positivos, porque si no, los valores negativos ganarán la partida. Tenemos que hablar y enseñar valores positivos y especialmente valores morales de justicia, libertad, igualdad, honestidad, solidaridad, tolerancia, respeto activo, disponibilidad al diálogo.
Y tenemos que hablar del valor del compromiso con las personas, con la sociedad y con la ética. Y si lo hacemos, eso nos proporcionará moral y alegría. Porque, como decía, Scheler “Todos los valores positivos son importantes para organizar la vida humana en condiciones porque una existencia que no aspire a la alegría, a la utilidad, a la belleza, a la justicia o a la verdad tiene poco de humana”.
En cuanto a la vulnerabilidad secundaria, tenemos herramientas de detección, y desde luego, en nuestro medio, en el medio sanitario y sobre todo en Atención Primaria, que estamos pegados a la comunidad y a su realidad, tenemos que hacer detección oportunista y sistemática.
Tenemos que preguntar con regularidad, cuando sea factible, a todas las mujeres sobre la existencia de violencia doméstica, como tarea habitual de las actividades preventivas. Porque, como nos dice la Organización Mundial de la Salud (OMS) a los profesionales sanitarios: “no tenga miedo de preguntar. Contrariamente a la creencia popular, la mayoría de las mujeres están dispuestas a revelar el maltrato cuando se les pregunta en forma directa y no valorativa. En realidad, muchas están esperando silenciosamente que alguien les pregunte”.
Las recomendaciones del programa de actividades de promoción y prevención de la salud en Atención Primaria (PAPPS) en relación a este tema nos dice que estemos alertas ante la posibilidad de maltrato, que identifiquemos las personas de riesgo, las situaciones de riesgo y las de mayor vulnerabilidad, que estemos alertas ante demandas que puedan ser de una petición de ayuda no expresa, que una vez diagnosticado el maltrato pongamos en marcha estrategias de actuación con la víctima, con los hijos y con el agresor, que identifiquemos trastornos psicopatológicos en la víctima, hijos y el agresor, que coordinemos nuestra actuación con el trabajador social, el segundo nivel y la red social disponible, que elaboremos el informe médico-legal si procede y que registremos los hechos en la historia clínica.
La OMS nos recomienda mantener la privacidad y la confidencialidad (que por otra parte es obligada por ley), estimular y apoyar a la mujer a lo largo de todo su proceso, respetando su propia evolución, evitar las actitudes insolidarias o culpabilizadoras, ya que pueden reforzar el aislamiento, minar la confianza y restar posibilidad de que busquen ayuda, y colaborar en dimensionar e investigar el problema mediante el registro y estudio de los casos.
Y los profesionales sanitarios necesitamos entrenamiento en estos temas.
Con la frase de Mario Benedetti «Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas.» comenzó hace un tiempo Sara Yebra, una residente de primer año de Medicina de Familia, un relato que publicó en la revista de AMF (revista de formación de la sociedad española de medicina de familia y comunitaria) que pronto se hizo viral. Y el relato titulado “el pH de una lágrima”, que voy a transcribir, dice así:
«Por favor, no puedo más…»
Y empezó a llorar. Y allí estaba yo en mi primera guardia, con la realidad palpitando descorazonada. Unos ojos con más daños que años me miraban pidiéndome ayuda. Estaba desarmada, intenté recordar algo de lo que había memorizado en la carrera, busqué en mi cabeza algún esquema, alguna clase magistral, y lo único que recordé haber aprendido sobre el sufrimiento fue cuál era el pH de una lágrima. Me sentía indefensa y estafada, como si todos estos años hubiera estado trenzando una honda infinita y me hubieran dado una patada en el trasero para salir al ring, donde me esperaba Goliat. Y no tenía piedras.
Me enseñaron la escala EVA del dolor, pero nadie me dijo cómo consolar el dolor de perder a Eva. Sé dar puntos simples, colchoneros, poner grapas, apósitos, vendas. Ni idea de cómo restañar las heridas que no sangran. Münchhausen, Raynaud, Gilbert, puedo decir muchos nombres de síndromes raros, pero se me atascan las frases que empiezan por «lo mejor es que no sufra», «no va a recuperarse», «lo siento». Un miligramo por kilo de peso, 500 mg cada 12 h. ¿Cuánto pesa la culpa? Se olvidaron de decirme lo más importante, que a veces una sonrisa es analgésica y que el efecto es dosis dependiente y no tiene techo, que una mano en el hombro es el mejor antihistamínico contra la duda y llamar a la gente por su nombre es la benzodiazepina de inicio de acción más corto y de semivida más larga.
Al menos, si el camino es duro, la buena noticia es que estará lleno de piedras.
Y ese camino lleno de piedras se lo iba a conferir su especialidad en Medicina Familiar y Comunitaria.
Con un relato de dos párrafos, Sara pone el dedo en la llaga sobre qué tenemos que enseñar y cuáles son los valores profesionales. Podemos llenar nuestras cabezas de conocimientos y nuestras manos de habilidades, pero si no “sabemos ser” y no “sabemos estar” nunca seremos buenos profesionales.
Nuestra competencia se basará en los conocimientos y en las habilidades, pero la argamasa serán nuestras actitudes, el humanismo, la profesionalidad y la ética. Nuestra profesión debe estar hecha de valores y de compromisos con las personas, la sociedad, la ética, la calidad y con nuestra propia especialidad.
Sara sabe que, desde 2005, el programa de la especialidad ha incluido entre las competencias a alcanzar por los especialistas en Medicina Familiar y Comunitaria, el apartado formativo de atención a personas en riesgo social y entre ellas la atención a las personas sometidas a violencia en cualquiera de sus formas y poco a poco, se va introduciendo también esta orientación en las Facultades de Medicina. Y la máxima defendida por Hipócrates de “No existen enfermedades sino enfermos” y “los médicos a veces curamos, a menudo consolamos y siempre acompañamos” debe hacerse cada vez más potente.
Porque la alta tecnología y el deslumbramiento por la superespecialización nos hace olvidar la realidad holística de enfermar. No enferma un hígado, un corazón o un pulmón, enferma una persona que además tiene más problemas de salud y unas circunstancias personales, familiares y sociales propias. La complejidad no está en la alta tecnología que nos deslumbra, la alta complejidad está en la propia persona.
Y existe vulnerabilidad terciaria. Es decir que, aunque haya mujeres sometidas durante años a hostigamiento y maltrato, siempre se puede hacer algo. Y este algo pasa por reeducar y rehabilitar. No es fácil, es largo y duro y necesita intervenciones multifactoriales, y un buen ejemplo de ello son los planes y programas que se están haciendo en múltiples instituciones al respecto, como lo es el de este Ayuntamiento. Y debemos trabajar todos en red.
Pero ¿Por qué titulo este manifiesto Voz, Luz y Futuro? Porque creo que hay que poner voz a este problema, para nuestra reflexión y nuestra acción. Y aquí quiero resaltar el extraordinario papel de los medios de comunicación en evidenciar el problema. Pero también quiero decir que no sólo deben salir las noticias terribles de fallecimientos. También debe ponerse el altavoz a las mujeres que lo consiguen. Si solo damos voz a las noticias terribles, el miedo se apodera e inmoviliza. Si lo denuncio, me mata. Pero si, además de eso decimos y contamos las historias de esas mujeres que un día levantan la cabeza y dicen ¡Basta!, y rehacen sus vidas y las de sus hijos, daremos luz y futuro al problema.
No nos jugamos sólo un problema de gran envergadura, nos jugamos nuestra esencia como seres humanos.
Muchas gracias.
Verónica Casado Vicente
Médico de Familia.
Médico 5 estrellas WONCA Europa
Organización Mundial de Médicos de Familia