Hace cinco días que zarpamos desde el Puerto de Ushuaia, primero hacia el Este por el Canal de Beagle, y posteriormente rumbo Sur, hacia el Cabo de Hornos y el temido Pasaje de Drake que nos conducirá directamente a la Antártida. Desde que doblamos el Cabo nos hemos enfrentado a un extraño viento sur que ha complicado la travesía, navegando en ceñida y provocando que aproximadamente tres cuartos de la tripulación sufrieran mal de mar, precisando algunos pocos de asistencia médica por signos leves de deshidratación. Por lo demás, travesía sin incidencias, salvo alguna contusión provocada por el balanceo constante de la nave, que convierte cualquier actividad rutinaria como caminar, ducharse o llevar una taza de té, en puro malabarismo. Nos han acompañado por ahora en el camino diversos albatros, petreles, delfines australes y una ballena Minke enana (balenoptera acutorostrata) según los biólogos de la expedición.
Escribo estas líneas encerrado en la oficina habitualmente reservada para tareas médicas, con todas las imaginables capas de ropa puesta, sujetándome al escritorio con ambos brazos y piernas para contrarrestar el violento movimiento del barco, mientras observo por la escotilla cómo las olas del Drake barren constantemente la cubierta. Ya hemos recorrido aproximadamente 400 de las 500 millas que separan Tierra de Fuego de la Antártida, ayer entramos ya en la zona de Convergencia Antártica – corriente de aguas gélidas que bañan las costas antárticas alrededor del continente, de oeste a este, creando un ecosistema único separado de las aguas del Atlántico Sur – y mañana está previsto que realicemos el primer desembarco en tierra, concretamente en el archipiélago antártico de las Shetlands del Sur.
El Bark Europa no es un velero cualquiera, y para poder dirigirlo hasta aquí ha habido un trabajo de equipo que tiene que funcionar con la precisión de un reloj suizo. Evidentemente navegamos las 24 horas del día, 7 días a la semana, y para ello se establecieron turnos de guardia constantes de día y de noche. La capitana o los oficiales dan la orden de izar o arriar cada una de las treinta velas que tenemos e inmediatamente se pone en marcha una maquinaria casi perfecta: mientras unos trepan atados con arneses a lo alto de palo – a 34 metros de altura – para desenrollar las velas, el resto del equipo nos ponemos a los respectivos cabos -identificados inexplicablemente en medio de un laberinto infinito de sogas y poleas que se descuelgan desde los mástiles hasta los pins donde se adujan – para realizar la tarea de manera sincronizada. Al mismo tiempo siempre hay alguien al timón intentando seguir el rumbo indicado, dos en proa y dos en popa vigilando constantemente la presencia de icebergs, otras embarcaciones, objetos flotantes o ballenas, más todas las funciones que realizan los que lideran desde el puente. Hay también un equipo en cocina que hace magia con todos los víveres embarcados en Argentina y mantiene a la tripulación feliz tras los días de trabajo, y unas labores de limpieza donde todo el equipo: marineros, contramaestre, guías, ingeniero, médico y oficiales cooperamos en la medida que podemos para tenerlo todo a punto en todo momento.
Fuera del horario de guardia disfrutamos del tiempo libre: los biólogos realizan talleres a menudo sobre fauna marina y antártica insistiendo en las estrictas normas que hay que cumplir para mantener intacto el último continente sin apenas restos humanos, el fotógrafo nos enseña ciertos trucos, yo imparto algunos talleres sobre hipotermia , congelaciones o primeros auxilios, los marineros más veteranos nos van revelando los secretos que encierran estas velas.
Y, por supuesto, tiempo para relajarnos y compartir con el resto de la tripulación, para lectura, o para la contemplación del infinito. Y al final del día, tiempo para descansar lo que se pueda, con el sonido de la proa cortando el agua y el viento empujando las velas hacia nuestro destino, mientras el colchón de la litera se va meciendo al compás de las olas.