Las relaciones interpersonales son, a menudo, complejas. Las que se establecen en el ámbito laboral más aún, si cabe, por las largas horas de convivencia, a veces en espacios estrechos y cerrados en los que se comparten muchas cosas. Las relaciones interpersonales profesionales en el entorno médico merecen una consideración especial y son las que abordaré a continuación con unas situaciones particulares, aparentemente no muy frecuentes, pero de especial significado.
Los médicos, como otros profesionales y trabajadores, trabajamos con y sobre personas. En nuestra relación personal y profesional llegan a establecerse verdaderos lazos de afecto, e incluso de amistad, con nuestros pacientes, por la especial relación que se genera entre un paciente y su médico a lo largo, muchas veces, de toda una vida en la recepción y prestación de los cuidados médicos. Esa posición privilegiada de que disfrutamos los médicos en la relación con nuestros pacientes es una característica que hace de nuestra profesión una de las más bonitas y atractivas y, especialmente la de médico de familia, mejor consideradas socialmente.
Pero como en otros aspectos de la vida, esas relaciones profesionales esconden ciertos riesgos y peligros que acechan sigilosamente y que, de vez en cuando, saltan por los aires. Me refiero a los casos en los que los médicos abusan de la confianza de sus pacientes y traspasan y transgreden las mínimas normas de respeto, violentando la sagrada relación médico-paciente y ocasionando daños, a menudo, irreparables. Son sonados en los medios de comunicación los casos de abusos sexuales de un médico a su paciente femenina.
Existe, por el contrario, una situación pienso que igualmente infrecuente que es el enamoramiento de un/una paciente de su doctora/médico, objeto de mi artículo.
A lo largo de más de 20 años de carrera profesional como médico de familia en diferentes Centros de Salud he sido consciente de al menos dos casos de mujeres que, implícita o explícitamente, han mostrado estar enamoradas de mí, situación ciertamente embarazosa, como podrán imaginarse con facilidad. Y digo haber sido consciente porque es posible que haya habido otros casos que no he percibido. Ignoro las estadísticas de mis compañeros sobre este tema, pero me consta algún caso similar vivido por algún/alguna compañero/a.
Al poco tiempo de terminar mi periodo de Residencia y ejerciendo como médico de familia interino en un Centro de Salud urbano, viví mi primera experiencia. Transcurridos más de 20 años desde aquella vivencia, los recuerdos que aún hoy conservo son los de que se trataba de una mujer rubia de unos 40 años (yo por aquel entonces rondaba los 28 años) que presentaba un trastorno depresivo y que acudía con regularidad a mi consulta en busca de su medicación. Aún recuerdo su mirada, sus gestos, su comportamiento, que no eran otros distintos de los de una mujer enamorada de su médico. Simplemente se sentaba en la silla cuando la invitaba a hacerlo, solicitaba su medicación y miraba entusiasmada a su médico, con una media sonrisa de felicidad, hasta que concluía la visita y educadamente se marchaba. Recuerdo que, a menudo, buscaba el contacto físico estrechándome la mano ligeramente a su llegada y a su partida, cuando se ruborizaba. Aunque nunca los hechos pasaron de ahí, fui consciente desde los primeros compases de lo que estaba sucediendo en esta paciente y admito que no me sentía nada cómodo, pero nunca le dije nada. Por esas fechas, una compañera me comentó que periódicamente recibía flores en su consulta de un admirador anónimo que nunca llegó a identificarse, aunque ella sospechó de varios pacientes como posibles enamorados.
El segundo caso, unos 10 años más tarde, fue sustancialmente distinto aunque en esta ocasión admito mi inocencia inicial. Se trataba de una mujer de aproximadamente mi edad por aquellas fechas que, tras varias visitas previas por distintos problemas de salud que hoy no recuerdo y varias insinuaciones sutiles que sólo a posteriori pude entender, un buen día se presentó en la consulta con una verdadera carta de amor de dos folios que leí estupefacto y, sin saber muy bien qué hacer, guardé en su historia clínica (en un sobre de papel por aquel entonces). Días después, de nuevo en la consulta y tras haber comentado el caso con mis compañeros, volvió a pedirme, abiertamente, un pronunciamiento, una respuesta a su carta. Lógicamente le indiqué que la relación que ella pretendía era imposible y, decepcionada, me solicitó la devolución de su escrito que, como un documento médico, ingenuamente había guardado en su historial médico. El caso terminó ahí y no tuvo mayores consecuencias, al margen del impacto emocional, entiendo que mutuo, y la ruptura de la relación profesional médico-paciente.
Son dos casos en los que las pacientes se habían enamorado de su médico, amores imposibles pero reales que vician la relación profesional médico-paciente y la desvirtúan porque la llenan de un mundo subjetivo de emociones y sentimientos incompatible con la ecuanimidad, el respeto mutuo y la objetividad que deberían presidir un acto médico (sabemos, no obstante, que en nuestra práctica médica cotidiana esto no siempre es así y la mayoría de las veces las emociones del médico y del paciente sobrevuelan el encuentro).
Por distintos motivos (cambio de centro de trabajo en el primer caso y ruptura de la relación médico-paciente y cambio de cupo médico por parte de la paciente en el segundo) las relaciones profesionales con ambas pacientes se interrumpieron, entiendo que para bien de ambas partes, pero estos casos no dejan de alertarnos sobre este delicado asunto que algunos podrían etiquetar de romanticismo pero que está ahí acechante y que, una vez detectado, debería suponer la ruptura inmediata de la relación profesional médico-paciente dada la incompatibilidad que genera. Enamorarse del médico, entiendo, es definitivamente incompatible con la prestación de los cuidados médicos por parte de éste.
Artículo publicado en el Blog DocTUtor
Salvador Pertusa Martínez
Médico de Familia
CS de Cabo Huertas (Alicante)