Hace unos meses se presentó en la consulta una mujer de 54 años a la que hacía tiempo que no veía, y a la que había tratado y seguido tiempo atrás por un problema de abuso de alcohol. En ese episodio creamos un buen vínculo terapéutico. Me consultaba por adenopatías supraclaviculares de un mes de evolución. En pocos días tenía el resultado del TAC: neoplasia de pulmón, y la cité para explicárselo. Había tratado de preparar el tema desde la primera visita, cuando le pedí la radiografía de tórax urgente, y la paciente ya se había hecho a la idea de que esto no era un resfriado. Traté de seguir en la medida de lo posible el modelo SPIKES (1) para informar e implicar a la paciente en la toma de decisiones, y de ser todo lo neutral que pude en mi intervención. Pero hacia el final de la entrevista la paciente me sorprendió, y me dejó indefenso, con un comentario: “Manel, tú ya hace tiempo que me conoces y te lo estoy viendo en la cara… estoy jodida, ¿no?”.
Mi reacción inicial fue de desconcierto. Pensé “Si estoy tratando de ser todo lo neutral que puedo…¿cómo me lo ha notado?”. Se me olvidó que soy una persona, normal, que se emociona, y que mis emociones se transmiten en mi expresión facial. Y esa expresión es fácilmente reconocible por casi cualquiera (2), mucho más por alguien con quien he compartido un vínculo terapéutico.
El estímulo sorpresivo, lejos de frustrarme, me pareció una lección vital de evidencia: puedo tratar de tender a la neutralidad, pero no tengo un control omnipotente sobre mis emociones, ni siquiera cuando lo pretendo. Si estoy preocupado por el pronóstico de mi paciente, por cómo la va a afectar la noticia y el posterior periplo diagnóstico-terapéutico que le espera, se me va a notar. Si, además, trato de que no se me note, el resultado inmediato será que amplificaré mi expresión emocional de preocupación: la suma de lo que se me nota (mi preocupación por la paciente) con mi preocupación porque no se me note. ¿Puedo hacer algo por revertir esa escalada cognición-emoción-intento cognitivo de revertir la emoción-amplificación de la emoción que intento evitar?. Desde luego que sí, pero no desde una perspectiva racionalista de “oponerme” a la emoción.
La cognición que me lleva a emocionarme es lógica, legítima, lo normal es que el paciente me lo note. ¿Qué pasa si trato de sustituir una cognición por otra? Por ejemplo, en lugar de concentrarme en lo mal que lo va a pasar la paciente, empiezo a fantasear con la posibilidad del tratamiento. Si pienso que, en determinados casos, el tratamiento pudiera ser efectivo, surge un atisbo de esperanza. Puedo amplificar esa esperanza, concentrándome en pensar qué tipo de tumor es el que mejor responde a la quimioterapia. Pienso: si el debut ha sido rápido, tal vez el tumor sea de crecimiento rápido, y responda mejor a tratamiento. Seguramente no son más que fantasías, pero empiezo a sustituir una parte de la “preocupación” por “esperanza” en mi cerebro. Eso se expresa a nivel facial, la paciente lo reconoce y llega justo después de su pregunta desarmadora: “Estoy jodida, ¿no?”. Lo que la paciente se encuentra es a un profesional que inicialmente expresa preocupación, pero que no anticipa una respuesta y que tras unos segundos de silencio y de meditación interna le devuelve una expresión emocional de esperanza, que luego verbaliza: “Yo tengo la esperanza de que este tumor sea de los que crecen rápido, porque hace un mes tú estabas bien, y esos son los que mejor responden a quimioterapia, a veces”. La verbalización de mi cognición de “esperanza” refuerza mi autoconvencimiento (3) y eso, por supuesto, se me nota, y la paciente lo reconoce.
En este caso yo ya había dado la información. Me aseguré de que la paciente tuviera la que necesitaba, ni más ni menos, pero ella quería mi opinión, como es lógico. En este caso mi opinión es totalmente incierta, si acaso basada más en la perspicacia de la experiencia clínica que no en datos concretos (no dispongo del estudio de extensión, ni del resultado de la anatomía patológica, etcétera). Si considero los beneficios de darle mi opinión “pesimista” a la paciente, a lo único que respondo es a su derecho de pedirme mi opinión, no la voy a beneficiar (porque se irá de la consulta con una sentencia de muerte), y en todo caso puedo contribuir de manera evidente a aumentar su ansiedad y su preocupación, con lo que estoy provocando iatrogenia en muchos sentidos. Si le doy una impresión “optimista”, en este caso, cuando la paciente ya dispone de toda la información, estoy incurriendo en un sesgo de percepción, pero respetando su derecho de pedirme mi opinión, no provoco de manera inmediata frustración por una falsa esperanza (eso lo tendré que gestionar en los días venideros), y puedo contribuir a rebajar su preocupación y su ansiedad. Desde luego la reflexión anterior admite más de una crítica, pero mi razonamiento pretende ejemplificar cómo tomo la decisión, y cómo lo hago para regular mi expresión emocional.
Si esto lo llevamos al extremo de tratar de “fingir” una emoción, como pueden hacer los profesionales del teatro, por ejemplo, tengo otra posibilidad de regular mi expresión emocional. Si me entreno en evocar emociones agradables ante situaciones adversas, pongamos por caso. Y también a la inversa, cuando la situación requiere de un tono emocional de preocupación pero yo estoy relativamente cómodo manteniendo una conversación agradable con mi paciente y no quiero llevar la entrevista a una zona de conflicto. Les pongo un ejemplo. Hace unas semanas visualizábamos una entrevista de una compañera en el PBI (esas sesiones mensuales de análisis de videograbaciones que hacemos con los miembros del Grupo Comunicación y Salud en Barcelona, y en las que muchos de ustedes seguro que participan en sus ámbitos). Nuestra compañera nos enseñó una capacidad asombrosa para contenerse ante una paciente que estaba empeorando clínicamente pero a la que no se atrevía a confrontar por el riesgo de hipotecar la relación o perder adherencia terapéutica. Una de las sugerencias que emergieron fue: “hazle notar que estás preocupada por ella, que la cosa es grave”. En este caso, una de las opciones que se nos ofrecen para mobilizar a una paciente que se siente cómoda en su status quo es mostrar expresión de preocupación cuando damos la información clínica. Mientras digo “el peso ha aumentado, la hemoglobina glicosilada también”, pienso “si sigues así, estás al borde del infarto”. Eso me produce preocupación, y esa preocupación se expresa a nivel facial. Evoco lo siguiente: “me llevo muy bien con esta paciente, la relación es cordial y le tengo mucho aprecio, y no quiero que le pase nada malo”. Eso amplifica mi preocupación, a pesar de que la paciente esté minimizando la situación con un ejercicio de cordialidad. Pienso algo que en otra situación podría resultar muy contraproducente: “no estoy haciendo todo lo que puedo, soy una mala profesional”. Eso me evoca frustración, y esa frustración se expresa y se suma a la expresión emocional de preocupación que ya está elaborando la parte inconsciente de mi cerebro. Se trata de una estrategia paradójica: la paciente pretende “agradar” a la profesional y se encuentra con una profesional “frustrada y preocupada”. Una reacción inmediata de la paciente puede ser tratar de “reconfortar” a la profesional. Por una mera cuestión de tratar de resolver la disonancia cognitiva (en este caso me atrevo a hablar de “disonancia emocional”) que la profesional le genera. La paciente siente que tiene que hacer algo, porque de repente su status quo ya no es tal. Eso puede resultar en un incremento de la preocupación por su estado de salud, en una recapitulación sobre qué más se puede hacer para reconfortar a ese profesional: hay que perder peso, hay que bajar la glicada. Hemos perdido la neutralidad ofreciendo información, pero el resultado puede ser beneficioso para mobilizar a la paciente a hacer más cosas para mejorar su salud.
Por supuesto se trata solo de especulaciones. Los resultados son imprevisibles. Solo una mirada muy atenta a cómo está funcionado lo que yo pretendo me dirá si estoy en el buen camino o no. La diferencia entre dejarse llevar por las emociones y jugar con ellas en lugar de tratar de oponernos a ellas es que paradójicamente el intento de control emocional produce descontrol emocional. Lo que les sugiero en este caso es que se conozcan, que jueguen con sus emociones y que aprendan a utilizarlas de modo terapéutico, intencionado. Perder la neutralidad no implica iatrogenia, la variedad en la relación clínica nos permite variedad en las intervenciones terapéuticas, y estas se pueden utilizar de manera “aparentemente” poco ortodoxa en beneficio de los resultados en salud del paciente, que en última instancia es siempre lo que debemos de perseguir, es para lo que nos pagan.
Implicaciones para la enseñanza clínica
Desde el punto de vista docente eso tiene algunas implicaciones. Si asumimos que un porcentaje importante de los conocimientos, pero sobre todo de las habilidades y de las actitudes que nuestros estudiantes y residentes van a aprender de nosotros será por un mecanismo mimético (4), lo anterior nos abre la posibilidad de ejemplificar la educación emocional del profesional sanitario. En este sentido les sugiero algunas estrategias para llevar a cabo la docencia en emocionalidad.
a) Grábense en vídeo. Sin miedo. Con el debido consentimiento por parte de sus pacientes. Analicen con relativa premura lo que han grabado, conviene recordar cómo nos estábamos sintiendo en cada momento cuando veamos la película. Pongan en práctica las estrategias que les recomendaba (regular a nivel cognitivo, regular a nivel emocional), y visualicen de nuevo cómo les funciona (y como no, si es el caso: de eso se aprende más aún!).
b) Enseñen el material a sus discentes (con el debido consentimiento por parte del paciente para hacerlo), y explíquenles el proceso para que lo puedan visualizar. Anímenles a entrenarse en la estrategia. Antes de practicar con un paciente real puede ser muy adecuado hacer un rol-play y analizar qué nos pasa por la cabeza y cómo nos sentimos, buscar emociones que evocar, buscar pensamientos que nos dirijan a una emoción u otra.
c) Inviten a sus discentes a grabarse ellos mismos y ofrézcanse para guiar el proceso de análisis, siempre en un ambiente protegido y constructivo. Enséñenles a reconocer la cadena de acción-reacción entre lo que el profesional hace y dice y cómo lo recibe el paciente. El material videograbado es un testigo objetivo que se puede visualizar una y mil veces hasta dar con la clave, y permite aprender de la experiencia sin interpretaciones basadas en el recuerdo (y por tanto teñidas de emociones que distorsionan la realidad de lo que realmente sucedió en el encuentro clínico).
¡Emociónense, por favor!
Manel Campíñez
Especialista en Medicina de Familia y Comunitaria
Artículo publicado en el Blog DocTUtor
Referencias
1. Baile WF, Buckman R, Lenzi R, et al: SPIKES-A six-step protocol for delivering bad news: Application to the patient with cancer. Oncologist 5:302-311, 2000
2. EKMAN, Paul. Facial expressions. Handbook of cognition and emotion, 1999, vol. 53, p. 226-232.
3. Bem DJ. Self-perception theory. In: Berkowitz L, editor. Advances in Experimental Social Psychology. 6. New York: Academic press; 1972. p. 1-62
4. Ruiz Moral R, Rodriguez Salvador JJ, de Torres LP, Prados Castillejo JA; COMCORD Research Group. Effectiveness of a clinical interviewing training program for family practice residents: a randomized controlled trial. Fam Med. 2003 Jul-Aug;35(7):489-95.