¿Qué hace que los resultados de varios estudios con esta temática hayan sido divulgados en los periódicos de mayor tirada de nuestro País? Quizás porque los trabajos han sido publicados en revistas de prestigio, o que los contenidos médicos ya tienen una demanda habitual y una sección específica en ellos, o el interés por el misterio de lo relacionado con la muerte y quizás porque puede tener profundas y múltiples implicaciones de carácter filosófico, religioso y sociocultural.
No son publicaciones novedosas, ya se habían realizado trabajos, que en su momento también crearon gran expectación, pero esta ocasión propicia retomar su actualidad.
Ya en 1975, Raymond A. Moody publicaba Life after Life (Vida después de la vida). Este autor elaboró un modelo de Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM) a partir de la casuística reunida, que presenta las siguientes fases:
- El sujeto clínicamente muerto oye lo que dicen las personas que le rodean
- Aparición de sentimientos de paz y quietud
- Audición de un ruido peculiar
- La visión del túnel oscuro
- La experiencia fuera del cuerpo
- El encuentro con otros seres ya fallecidos
- La visión de un ser de luz
- La revisión de la propia vida
- La frontera o límite; el regreso
- La narración de la experiencia a los demás
- Los efectos de dicha experiencia sobre la vida de la persona tras su recuperación.
Posteriormente se desarrollaron diversos estudios, entre ellos el proyecto AWARE (Dic. 2014), la mayor investigación científica diseñada hasta la fecha para estudiar la mente humana durante el estado de muerte clínica, que corroboró y arrojó luz sobre el sorprendente fenómeno de las ECM.
Todo tipo de personas han experimentado ECM, y la mayoría de los estudios encuentra que entre un 10% y un 20% de los casos registrados de personas que atravesaron fugazmente el umbral de la muerte produjo testimonios de ese tipo.
Dado a conocer el incómodo fenómeno, comenzaron a sucederse hipótesis explicativas de todo tipo y, con ellas, la controversia, el debate sobre las ECMs estaba, pues, social y científicamente abierto.
La neurociencia actual no dispone en su arsenal teórico de explicación satisfactoria alguna para un fenómeno que desafía sus principios, ya que según éstos las ECMs no deberían producirse. No es posible la existencia de experiencia cognoscitiva o perceptiva alguna sin actividad cerebral, ya que el estado de muerte clínica se define, justamente, por la ausencia de funciones encefálicas.
Independientemente de las teorías que encadenan o, contrariamente, que disocian la conciencia del cuerpo humano, y en particular de su cerebro, la ECM constituye un hecho particularmente crucial en uno u otro sentido. Para el materialista que fusiona indisolublemente la conciencia con la función cerebral, la ECM no puede ser otra cosa más que un estado estático y alucinatorio producido durante el trance agónico por cambios intensos en la química y la fisiología de las células y áreas nerviosas involucradas en el proceso consciente. Por el contrario, para el dualista que considera la conciencia como ligada, aunque en esencia distinta de la función cerebral, la ECM constituye una evidencia empírica del proceso y del momento en el que la conciencia se desata o se independiza de la función cerebral para acceder al mundo espiritual o ultraterreno. De esta forma, lo que está en conflicto es un tema trascendental que ha ahondado la brecha entre creyentes y escépticos del más allá y la otra vida.
Desde la primera perspectiva la alternativa es clara, o las ECMs no acontecen durante el estado de muerte clínica o, de hacerlo, durante ese estado debe existir algún tipo de actividad encefálica que lo permita, posiblemente residual, pero indetectable para la capacidad medidora de los dispositivos actuales. En consecuencia, cuando se define la muerte como ausencia de actividad encefálica (muerte cerebral), el término “ausencia” no debe interpretarse en sentido absoluto, total ausencia, sino tan sólo en el de ausencia de actividad registrable. Esta solución plantea graves interrogantes de orden ético a la práctica médica, porque tal hipótesis parece poner en entredicho el criterio médico utilizado en la mayoría de países para establecer la defunción de una persona y, por tanto, la moralidad y oportunidad de las acciones post mortem a ejercer sobre el cadáver, tales como la retirada de asistencias mecánicas, extracción de órganos para trasplantes o fijación del momento de las honras fúnebres. No olvidemos, además, que aunque cuestionado también en algunos círculos católicos, el criterio de muerte cerebral cuenta con el beneplácito de la Santa Sede (Juan Pablo II, 2000).
Pero si, por el contrario, lograra establecerse con total certeza que las ECM acontecen durante el estado de muerte cerebral y, a la vez, que en dicho estado no hay actividad encefálica alguna, ello supondría una objeción insalvable para el paradigma neurocientífico dominante en la actualidad (monismo materialista). Semejante situación no sólo obligaría a su revisión, sino que abriría la posibilidad a su sustitución por otro más adecuado, de corte dualista, tal como propone, por ejemplo, el neurobiólogo John Eccles (Popper y Eccles, 1980). Semejante cambio de paradigma acerca de nuestra comprensión del cerebro, la mente y su interacción tendría, obviamente, consecuencias de enorme trascendencia para los más diversos campos del saber y la cultura actuales.
Todo ello, además de incidir sobre el problema de la definición de “muerte”, obliga a replantear las viejas y profundas cuestiones filosóficas y religiosas acerca de qué son el yo y el cerebro, cuál su relación, qué les sucede cuando morimos y qué nos cabe esperar tras la muerte. Aparentemente la experiencia tiene dos periodos, el primero es la vivencia del fenómeno y el segundo la trascendencia.
Parece que la ECM conduce a cambios positivos en la vida, pero también a grandes trastornos que plantean la cuestión de la atención terapéutica de los pacientes que experimentaron una ECM.
Las ECMs a menudo cambian los valores de los participantes, disminuyen su temor a la muerte y le dan a sus vidas un nuevo significado. Conducen a un cambio de conciencia centrada en el ego a otra, mayor empatía, menor interés en los símbolos de estatus y posesiones materiales y una conciencia espiritual más profunda. No promueven necesariamente una tradición religiosa o espiritual en particular sobre otras, pero sí hacen fomentar el crecimiento espiritual general.
Quedan importantes preguntas sin respuesta. La importancia y el significado de estas experiencias; sus correlaciones neurales y fisiológicas subyacentes; el impacto psicológico positivo en humanos y la relación de la conciencia junto con la actividad cognitiva y mental y los estados cerebrales durante el proceso fisiológico de la muerte.
En cualquier caso, está claro que la ciencia ha encontrado finalmente el modo de hacer suyo también el problema de la relación mente-cerebro durante el trance de morir, una cuestión reservada hasta ahora a la fe religiosa y a la racionalidad filosófica.
Jose Juán Carbayo García
Grupo de Trabajo de Salud Basada en las Emociones semFYC