Compartimos un artículo Anónimo publicado en la sección Relatos en Primera Pesona del Número 2 de 1997 de la Revista Dimensión Humana en el que se relata un caso de un profesional sanitario que se convierte en paciente
Dedicado: a G. F. y a L. R. por su entrega y a R. R. por continuar
El comienzo de la crisis
En diciembre de 1984 me encontraba terminando mi segundo año como residente de Medicina de Familia y Comunitaria. Me aplicaba a ello con cierta intensidad, al igual que con mi vida privada, tratando de obtener el máximo de cada período de rotación por los Servicios. Dormía y comía poco, trabajaba, estudiaba y quedaba, además, tiempo para las aficiones.
Por esas fechas comenzó el dolor, en punta de costado, de tipo pleural, sin otra sintomatología acompañante. Una placa de tórax resultó normal, y unas aspirinas lo hicieron desaparecer en pocos días. Luego, por las noches, empecé a tener pesadillas y algún episodio de sonambulismo. De día, tuve alucinaciones, en las que oía voces, en un par de ocasiones, aunque era capaz de reconocer que no había explicación alguna. Nunca antes había experimentado fenómenos de este tipo, ni los he vuelto a tener desde esta ocasión.
El dolor volvió a los pocos días, persistiendo la normalidad en la radiografía de tórax. Más salicilatos aliviaron las molestias durante unos días, pero, al reaparecer, una nueva placa mostró un ligero pinzamiento del seno costodiafragmático derecho. Hasta el momento, no había mostrado la menor preocupación por mis síntomas. El hallazgo radiológico me hizo esta vez comentarlo con mis compañeros residentes, pero nadie le dio importancia, e incluso se burlaron ante mi aprensión. Más AAS mitigó el dolor, pero al igual que las veces anteriores, a los pocos días de dejar de tomarlo volvió a aparecer, ahora ya junto a unas décimas de fiebre al atardecer y bastante cansancio.
Llevaba un mes con el dolor pleurítico y el tratamiento de aspirinas, y era evidente que debía haber algo más. Otra placa confirmó el pinzamiento, y tras consultar con un compañero decidimos añadir eritromicina y reposo en cama.
Todo se desbordó de repente: en los siguientes 3 ó 4 días se desarrolló tos seca irritativa y continua junto a picos de fiebre alta seguidos de sudoración profusa, que controlaba con codeína y antitérmicos. Un amigo residente me auscultó y sin decirme nada me llevó al hospital. Allí, la radiografía mostró ahora un derrame pleural hasta 2/3 del pulmón derecho con signos de condensación, y un diagnóstico posible de tuberculosis fue sugerido por todos los que vieron la placa.
De aquel momento, guardo muchas sensaciones. Asombro e incredulidad (esto no me puede estar pasando a mí). Ira, (ante la expectación despertada entre los compañeros que estaban de guardia y que acudieron en bloque). Ansiedad y miedo, (ante la incertidumbre). Rechazo, (a la hospitalización obligada para drenar el derrame). Y hasta vergüenza, (por pasar a ser protagonista sin quererlo).
Ser “de la casa” me reportó no obstante algunas ventajas en estos primeros días. Así, obtuve una habitación solo para mí en mi ingreso en Neumología, por donde apenas unos meses antes había rotado, y un menú a la carta. Pero no evitó el llegar a sentirme “como un paciente”, ni que padeciera por tanto la insensibilidad con la que parte del personal sanitario trata a veces a sus clientes. Desde las molestias que el drenaje pleural provocaba y que al ser expuestas no causaban ningún efecto en los cirujanos torácicos que me atendían, (“venga hombre, si esto no duele nada”), hasta la indiferencia de alguna auxiliar de clínica al quejarme sobre lo incómodo de evacuar en una cuña, todo, en suma, te va colocando en un lugar, el de paciente, el de impotente para hacer algo que cambie tu situación.
Una pleuroscopia mostró imagen “en nevada”, y en la biopsia aparecieron granulomas con necrosis caseificante, confirmándose el diagnóstico de presunción. Se instauró tratamiento antituberculoso y a los 30 minutos de ingerir los comprimidos desarrollé una reacció urticarial que duró una hora aproximadamente. Resultaba cómico para todo el personal menos para mí que experimentaba el prurito, que yo insistiera en el patrón horario: aparecía en media hora y se iba en una. Tuve que insistir para recibir antihistamínicos a pesar de los evidentes habones. También resultaba cómico para el neumólogo que me llevaba, que le reprochara no haberse contagiado de TBC en sus 15 años de especialista mientras yo, tras unas semanas por el Servicio hubiera enfermado. La verdad es que me costaba bastante aceptar mi realidad.
Finalmente, con algo de tos y de fiebre, y con unos puntos de sutura en el costado, fui dado de alta. Aunque pasaba parte de la mañana y de la tarde en un sillón, el cansancio me obligaba a acostarme el resto del día.
Al 4º ó 5º día del alta empecé a sentir un dolor sordo en el área lumbar extendido a glúteo y miembro inferior derechos, que fue aumentando de intensidad en los siguientes 2 ó 3 días hasta llegar a la impotencia funcional. Un diagnóstico inicial de afectación radicular fue rápidamente descartado: había cambio en la coloración del miembro, y un doppler y una pletismografía fueron determinantes. A la semana de mi alta en Nuemología ingresaba ahora en el Servicio de Cirugía Cardiovascular por trombosis del sistema venoso profundo del miembro inferior derecho.
El límite… en el recuerdo
Que me estuviera pasando esto a mí era algo inaceptable: vivía todo aquello como a dos metros de distancia, como si no fuera yo el protagonista. Se instauró tratamiento con uroquinasa que, para sopresa de todos, no fue muy efectivo al desarrollar anticuerpos antiruoquinasa. Cambiaron entonces a estreptoquinasa que se siguió a los pocos días de heparinización. Más adelante se intentó la anticoagulación oral con dicumarínicos.
Pero nada pudo evitar que siguieran las trombosis: a las pocas horas de pinchar una vena, para una vía intravenosa por ejemplo, aparecía un cordón flebítico. Creo que me llegaron a pinchar casi todas las posibles venas superficiales, descartándose en principio la vía central por la posibilidad de una trombosis a ese nivel. Además, desarrollé una inesperada también alegría al “Thrombocid” en una de mis primeras flebitis, y tuve que soportar habones pruriginosos sobre mis dolorosos cordones flebíticos en una ocasión más, por descuido de una bienintencionada enfermera.
Tras unos días de aparente estabilización de mi anticoagulación oral, me dijeron que me daban el alta. Yo no la esperaba, pues aún no se había aclarado la causa de mis flebitis, pero me alegré pues parecía que había mejorado algo, y el alta implicaba que iba a mejor. Ya vestido, y mientras esperaba el informe, comenzó un dolor en la zona lumbar que se extendió rápidamente al miembro inferior izquierdo. Aguanté toda la mañana sin decírselo a nadie, pues verdaderamente quería irme a casa, pero al ir aumentando el dolor llamamos al enfermero que, al librar mi cardiovascular por ser sábado, llamó al de guardia. Este, con una frialdad absoluta me acusó de hospitalismo y de no tener nada, y sin tocarme siquiera la pierna me dijo que me fuera a casa. Me sentí humillado, maltratado, deprimido e impotente para resolver la situación: yo tenía los síntomas de otra trombosis venosa profunda y aunque podía estar somatizado, él no intentó descartarlo. Mis familiares llamaron a mi cardiovascular a su casa, que vino enseguida, y un doppler y una pletismografía confirmaron mis sospechas. Posteriores estudios radiológicos mostraron trombosis de la vena cava inferior y en esta ocasión, del sistema venoso ilíaco-femoral izquierdo.
Vuelta a empezar con la fibrinólisis y la heparinización. Fue durante estos días que empecé a tener la sensación de que era un paciente no deseado. Creo en verdad que a ningún médico le gustan los pacientes que van a peor sin saberse porqué, y menos si son “de la casa”. Mi actitud como paciente fue siempre amable y bastante resignada, aunque, por dentro, mi estado de ánimo fluctuara entre la agresividad, la depresión, la negación o el optimismo. Las frecuentísimas visitas de mis compañeros, a cualquier hora del día o de la noche, motivadas por amistad o por curiosidad, pasaron de ser agradecidas a rechazadas.
Tuve esos días dos episodios compatibles clínicamente con embolismo pulmonar. En el primero, de noche, sentí dolor brusco en el tórax, acompañado de hiperpnea y taquicardia moderada. El médico solicitó una placa simple de tórax, con el equipo portátil. El revuelo ocasionó no pocas molestias a otros pacientes y al personal de la planta y, a la media hora, la radiografía no evidenció nada. Como casi no sentía molestias ya y estaba teóricamente anticoagulado, no se tomó ninguna medida. Cuando el segundo, también por la noche y de parecidas características, no se lo comuniqué a nadie, y prefería esperar a ver qué ocurría.
Un uréter desplazado en una pielografía dio pie a mi traslado al Servicio de Medicina Interna para investigar posible enfermedad subyacente que fuera la causa de la diátesis flebítica. Había perdido mucho peso, y no podía ya incorporarme solo. Tenía también casi todas las venas superficiales trombosadas además de las profundas mencionadas y nadie sabía el porqué. Pero mi proceso TBC parecía ir bien y aún controlaba bastante mis emociones.
Allí me cambiaron el tratamiento tuberculostático que, al parecer, interfería con la anticoagulación oral y dejé de tener trombosis nuevas. También allí terminé de perder mis privilegios como médico, y la masificación me hizo compartir en las siguientes semanas habitación con toda una serie de enfermos y sus acompañantes, que contribuyeron a arruinar mi estado de ánimo.
Creo que es cruel tener que compartir los días de enfermedad y desvalimiento, las horas en que todo tu sistema de valores se está resquebrajando ante la enfermedad y la idea de la muerte, con personas que no tienen nada que ver contigo. De nada me sirvió tener enfermos en la cama de al lado excepto para garantizar un indeseado número de visitantes, llegando algunos a sentarse sin permiso en mi cama, junto a mis piernas flebíticas.
Comprobar cómo el haber ido perdiendo mis privilegios había ido en paralelo a mi deterioro físico me hizo pensar que mis médicos eran pesimistas sobre mi pronóstico. Escudriñaba sus caras, sus inflexiones de voz, sus escasas y poco creíbles palabras de aliento. Pero hasta las declaraciones mejor intencionadas socavaban irremediablemente mi relación con ellos y con la Medicina: había pasado poco a poco a sentirme paciente.
La enfermedad me hizo muy vulnerable a los demás y en particular a mis médicos. Recuerdo cuánto sufrí el día que entró el Catedrático de Medicina Interna, con su corte de adjuntos, residentes, enfermeras y estudiantes de Medicina, a los que conocía en buena parte. “Quítese la ropa”, espetó. “¿Toda?”, repliqué yo, “Pues claro”, contestó. Hasta ese día, creía tener superado el concepto del pudor y, aunque he de reconocer que algunos de los presentes dieron muestras de sentirse incómodos, me sentí muy azorado. Pero prosiguió: “epitrocleares no hay… tampoco encuentro axilares…, no parece haber bazo ni tampoco toco hígado…”.
Estaba tan absorto con su lección magistral que ni se dio cuenta de la consternación que debía mostrar mi cara. Todo encajaba: el uréter desplazado, la exploración ganglionar, la pérdida de peso…, ¿estaban valorando un linfoma? “Esta tarde le harán una TAC para completar su estudio”. ¡Una TAC!, ¡lo están pensando…!, ¡creen que tengo una neo!. Por aquellos días la TAC era una exploración cara y sofisticada que sólo se podía realizar en un centro privado. Las horas transcurridas desde que me dejaron desnudo sobre mi cama hasta que me leyeron el informe de la TAC han sido las más amargas de mi vida. En esas horas, mi estado emocional se quebró y fui incapaz de controlar las continuas ideas que me asaltaban. Lloraba compulsivamente y, en la ambulancia, camino de la TAC, vomitaba de aprensión. Me sentía condenado a muerte y sólo vería a mi alrededor caras compasivas de confirmación.
La hora de la serenidad
Pero la TAC sólo confirmó una zona de fibrosis retroperitoneal que deformaba el uréter y que juzgaron secundaria a la trombosis de la vena cava. Creo que ese día, o probablemente al día siguiente, comencé a mejorar.
Mi reencontrado, pero aún escaso, apetito se topó entonces con la comida hospitalaria y mi familia se vio obligada a entrar a escondidas alimentos algo más sugerentes para mi estómago. Mis hinchadas y debilitadas piernas eran aún incapaces de sostenerme, pero conseguí que me prestaran una silla de ruedas y que mis amigos y familiares me pasearan por el hospital. Anunciaba a todos la buena noticia: estaba mejorando. Mis médicos se alegraban también, aunque algo se había roto por dentro.
Dejaron de hacerme pruebas complementarias de diagnóstico ante mi mejoría. Mi TBC estaba controlada, al igual que mi anticoagulación oral, y no tenía nuevas trombosis desde hacía bastantes días, así que me dieron el alta, a los dos meses del ingreso inicial. En las siguientes semanas fui recuperando fuerzas y “ganas de vivir y hacer cosas”. Tuve una pequeña fase de hiperactividad reactiva, pero todo volvió a su equilibrio.
De todo han quedado algunas secuelas. A nivel físico, tengo un discreto síndrome postflebítico, con edemas maleolares vespertinos y pesadez de miembros inferiores, por lo que uso medias de comprensión fuerte. Existe abundante circulación colateral profunda que salva mi vena cava inferior, y también superficial, en las paredes del abdomen. Me ha quedado una zona de sensibilidad exacerbada en algunos pliegues inguinales, que no soporto que me toquen. Ello es debido a un desproporcionado miedo a los pinchazos de contraste de las cavografías. En el hospital, cuando se disponían a pincharme, llegué a pedir que me durmieran en mis peores días.
Tengo algunas somatizaciones bastante controladas, que recurren en los momentos de estrés. Episodios de trombosis venos profunda, embolismo pulmonar o de dolor en punta de costado, como el del inicio tuberculoso, se presentan a veces y se van a las pocas horas tal y como vinieron. Ni tomo nada ni busco asistencia para controlarlos.
La mayor secuela, por otro lado, fue el desear abandonar la Medicina. Está descrito el querer cambiar de estilo de vida entre aquellos que ven la muerte cerca, y así se me fue introduciendo esta idea poco a poco. En menos de un año después del alta ya era una idea obsesiva, y antes del tercer año ya me dedicada a otra cosa totalmente distinta.
Por otra parte, he de destacar la dificultad que tiene buena parte del personal sanitario para tratar de mitigar el sufrimiento del paciente. Este sufrimiento, que no dolor, es algo muy personal, y además de físico es también psíquico y espiritual. Un médico con sus actos puede desencadenar un sufrimiento en su paciente, de manera involuntaria y casi siempre además inadvertida, como cuando me exploraron en busca de adenopatías. Compartir habitación con extraños, carecer de intimidad, con la puerta de la habitación siempre abierta, ser tratado como un número, con tomas de tensión arterial y temperatura al alba “porque es la hora de tomarlas”, estar una hora olvidado en un pasillo de Radiología esperando que te hagan una prueba, recibir alimentos nada sabrosos, etc., sólo contribuye a horadar poco a poco la estabilidad de un paciente generando sufrimiento. La vocación del médico debe ser la de enfrentarse al sufrimiento humano, resultando insuficiente el tratamiento médico puramente técnico.
No obstante, tengo que aclarar que sólo me queda reconocimiento para la mayor parte de los médicos y profesionales que me atendieron, y con los que trabajé y conviví antes y después de la enfermedad. Sin ellos, tengo la absoluta certeza de que no habría sobrevivido y de que, por tanto, no estaría ahora escribiendo estas líneas. Vaya para todos ellos mi agradecimiento eterno por su dedicación y por continuar.
Anónimo